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Es un problema, sin duda lo es. Desde mi punto de vista nos faltan hitos que marquen la diferencia entre la niñez y la verdadera madurez (y mira que me gusta poco esta palabra). Quizá nos falta esto que tienen algunas culturas tribales de sacralizar el paso de la infancia a la edad adulta con ritos y experiencias que marcan al ser para toda la vida y que indican que ya no hay marcha atrás, que te toca apechugar, buscarte el pan, defender a tu prole y ser un adulto en el profundo sentido de la palabra. Pero nosotros ya no tenemos ritos de eso y si los encontramos, están totalmente desacralizados y llevados al terreno de la pantomima absurda, como son estas pomposas fiestas de la puesta de largo. Madre del amor, qué equivocación.


Llevo trabajando mucho tiempo con adolescentes perdidos que piensan que la verdadera madurez pasa por ganar una partida al fortnite o beberse cuatro calimochos y ser el que más alto grita en un botellón. También con niñas que se sienten mujeres porque han desarrollado unas tetas lo suficientemente grandes para ponerse un top y salir súper sexis en un vídeo de tik tok. Gracias al cielo que no todos los adolescentes son así ni mucho menos, pero es cierto que, llevado al terreno de lo cotidiano, nos toca como sociedad hacer un lectura e invitar a nuestros jóvenes a comprender que la verdadera hombría (o mujería) se demuestra cuando uno empieza a responsabilizarse de sus tareas y de su vida y deja necesitar a su madre, a su padre o a su primo detrás para ponerse a estudiar, recoger el cuarto o bajar la tapa del inodoro. Es importante comprender que la verdadera esencia de nuestro Ser radica en la capacidad para autorregular nuestra conducta y nuestra emoción, ser capaces de vencer nuestras inercias y seguir esforzándonos aunque el ambiente no sea de nuestro agrado o las cosas se pongan complicadas.


Tengo a un adolescente maravilloso ahora en mis sesiones que tiene una enorme capacidad para adaptarse a las circunstancias sin perder el ánimo, pero sigue necesitando que le digamos lo que tiene que hacer, cuánto tiene que estudiar y cuándo debe apagar la maldita maquinita. Y yo le digo -"¿qué quieres? ¿tener a tu madre toda la vida diciéndote las cosas porque tú solito no eres capaz de ponerte?"- y me responde con toda seguridad que no, que no que no, no, no, no, no y yo le digo -"¡pues sé un hombre, coño!, responsabilízate."- Y Luego cruzo los dedos muy fuerte, como esperando un milagro, porque me vienen a la cabeza unos cuantos amigos y conocidos que delegan en sus mujeres, maridos, compañeros de trabajo y demás seres del universo TODO (o casi todo), en un intento de eximirse de las consecuencias que trae consigo la responsabilidad y la madurez bien entendida. Pero esto es otro asunto del que me ocuparé en otro artículo, válgame dios, porque es tema farragoso.


Se trata de intentar ser y llegar dónde uno quiere, puede y tu entorno te deja, con la humildad necesaria para pedir ayuda cuando se necesita, formando equipo cuando uno no sabe solo y sin echar culpas al mundo por no haberlo intentado. Se trata de ser un adulto cuando la vida lo requiere y de seguir siendo un niño cuando la vida te lo facilita. Y, por supuesto, aprender a distinguir la diferencia. De eso hablamos cuando hablamos de autorregulación, aunque a mí me gusta más llamarlo Fortaleza Interna.

Como dice mi querido adolescente -"es más épico"-.






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